Ahí estaba, inmenso y ecuánime como lo había visto la primera vez que entré a la habitación de mis abuelos. Aquel día de 1989 mis ojos de cuatro años le asignaron color blanco y forma de oso a la palabra obsesión. Soberano en lo más alto de ropero de pino había resistido con elegancia diversos atentados de los que salió airoso como solo un oso de esa casta lo podía hacer . Nunca se supo cuál era el pacto que tenía. Era glorioso y ni el polvo mancillaba su felpa. Tenía que ser mío. Me quedé debajo de él y no me moví con la convicción en forma de rostro constreñido y bombardeado de lagrimas. Aquel día el oso descendió y yo deje de llorar.
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