jueves, 5 de noviembre de 2009

Twelve miles to trona - Wim Wenders, 2002

Octubre será recodado en mis pliegues cerebrales como el mes en el que me inavadieron un sinnúmero de sueños continuados y poco felices. Soñé, de diversas maneras, que manejaba un automóvil; a veces huía no sé de quiénes y no sé por qué, a veces como espía de una república submarina, otras veces convertido en lagarto o disfrazado con un bigote plomizo, y la última, en un extraño vehículo que se desplazaba telepáticamente. Al margen de que en la mayoría de ellos las altas velocidades, disparos, semáforos siempre en rojo, tres pedales de aceleradores, mi novia y choques con los que mi onírico cuerpo le decía "jódete" a la gravedad; siempre llegaba a donde debía llegar y a la hora que debía llegar. Pero nunca llegué a Trona

No me quiero psicoanalizar. Alguna querida amiga me dijo una vez: "la vida debe ser como manejar un auto". No lo creo, a menos que las pistas sean psicodélicas y yo no sea el "amigo elegido"

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