Mi primera reacción consciente, la que me acuerdo y a la que eventualmente recurro sesudamente, fue cubrirme detrás del hombro de mi madre y darle la espalda al señor obeso y de lentes que estaba parado frente a nosotros con un extraño aparato entre las manos. Recuerdo la camisa guinda a rayas de mi padre, un vestido floreado, un día soleado al frente de una iglesia de Barrios Altos y que llevaba puesto un pantalón de celeste. A mis algo más de tres años ya se evidenciaba un extraño temor -repulsión hacia ese perturbador evento. Mira la cámara hijito. No. Y mi cara se frotaba contra el cuello de mamá. No. No quiero. No importó. La foto salió igual. Accidentalmente me la mostraron ayer. Cuando veo ese papel de textura extraña, donde hay personas que no son más, que pudieron ser pero no son más y que siguen respirando fuera de ese rectángulo, comprendo la tregua que nos ha cedido el tiempo. Podemos capturar fracciones de tiempo. Para qué, si siempre nos gana. Todos miran a la cámara. Todos quieren salir. A mi no me gusta y quizá por eso, casi siempre, no miro de frente a ese emisario perverso. No es por temor, es por indiferencia. La forma más digna de no someterme a las mentiras de la más matemáticas de las magnitudes.
A diferencia de Hernán, lo mío no es patológico( ya saben que la primera etapa es la negación). Yo no arruiné las fotos familiares con muecas y más muecas. Tampoco obligué a mi madre que me cambiara de colegio por la verguenza con las demás madres frente a las fotos escolares. Nunca vi llorar a mi madre por no ser fotogénico. No todos somos o queremos ser fotogénicos.
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