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domingo, 7 de febrero de 2010

Donde habitan mis amigos, los monstruos



Tiene más imposturas que buenos modales. Habla en tercera persona. Piensa que el mundo debería ser de cristal, frágil a la estridencia de un altísimo y desafinado grito. Ya no quiere pensar. Ahora es visceral pero aún conserva esa respiración a intervalos de un uhmm y un ufhhh. Si no fuese humano sería un monstruo. Y si fuese monstruo entonces sería uno que grita y destruye, que enfrenta y con melena. Sin embargo no es monstruo y sí humano; humano que piensa y corrige y ordena y habla bajito.

viernes, 16 de enero de 2009

Yukoku: Rite of Love and Death - Yukio Mishima (1966)




El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.

La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: "¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: "Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.

Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado...

(Fragmento del cuento Patriotismo de Mishima)

Pasé cerca a una funeraria e inmediatamente recordé una imagen que se me grabó mientras perdía mi mirada a través de una de las ventanas de la extinta línea 06: una hermosa joven china, de pie, en minifalda roja, descalza y comiendo, grotescamente, una naranja en la puerta del expendio de cajones.

Minutos más tarde, y ya en casa de mi prima, me mencionó que su primer novio está viviendo en Japón. Imágenes de oriente me atacaron y no sé de qué forma, muchos más minutos tarde, me encontré buscando cortos japoneses. Y sí que me di una buena sorpresa.

La primera vez que oí su nombre yo no recordaba el mío. La ebriedad que compartía con un individuo y otros seres en un cuartucho limeño no me permitió seguir el inicio de su conversación sobre el que suponía era un literato, y que por el nombre debía ser asiático. El único escritor de esa raza que reconocía por ese entonces era el de Kawabata, y ahora que lo recuerdo, creía que Mishima y Kawabata eran el mismo. ¡Qué ignorante! No me sorprende. Sé poco de escritores japoneses. Y mucho menos de los que se suicidaron, como los anteriormente mencionados.

No hablaré de Mishima, de quién solo he leído (hoy) un cuento. Pero sí les dejo el cortometraje (casi mediometraje) que protagonizó y dirigió en 1966 y que tiene base en el cuento con base real que está al inicio de este post. Casualidades, pocos años más tarde, la realidad reemplazará a la ficción (o será que nunca existió) en la vida del literato en el "rito de amor y muerte (no olvidemos desentrañamiento)"

lunes, 5 de enero de 2009

Persecuta - Mario Benedetti

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.


Despistes y Franquezas 1990

martes, 9 de diciembre de 2008

Renuncia - Franz Kafka



Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

-¿Por mí quieres conocer el camino?
-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.
-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.

jueves, 20 de noviembre de 2008

El hijo - Horacio Quiroga


Horacio Quiroga en Misiones


Una conversasión sobre historias de caza, dichosas e infelices, activó el engranaje de mi memoria, que en la décimo segunda revolución se detuvo para recordar éste alucinado cuento en donde, por cierto, hay gente que camina:



Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.

-Sí, papá -repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.

-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.

-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.

-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...

-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:

-Pobre papá...

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.

-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...

-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

-Piapiá... -murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.

-No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Mierditación

Y entonces, terminó el banquete.

Aquella noche, un portazo seco alarmó a un insecto rastrero que raudo ocultó sus antenas en las grietas de la pared que da al jardín de la casa vecina.Un silencio - no como el de los poemas sino como si se le hubiese bajado el volúmen a un aparato estereofónico - fue la señal que nadie advirtió, excepto dos sonámbulos que miraban hacia los adentros de sus párpados.

Primero oyeron un bisbiseo mojado, sudoroso. Después, un chillido como el de un grillo sin una pata. Con un segundo de diferencia, los dos sonámbulos, - aunque ambos se sotenían sobre un solo pie, uno de ellos, además, tenía un brazo totalmente extendido- contuvieron la respiración para hacer claro el murmullo que ahora poseía un eco metálico. Cuando el insecto rastrero dejo de mover una de sus antenas oyeron una voz que decía así:

"...tus hacedores te tuercen la nariz y el hocico y te desconocen y te piensan bastarda y apenas te recuerdan cuando desapareces en aquel torbellino que es tu verdugo. Ésa es una cínica mayoría. Pero hay quienes te compadecen y hacen de la despedida una ocasión especial, única. Son los que respiran de tu aire; son los que te contemplan y saben que eres diferente a todas sus otras creaciones por no decir acaso la mejor de todas; son los que te recuerdan en todo lo que hacen; son los que te aluden en todo lo que dicen; son los que te buscan en donde no pueden hallarte; son lo que te invocan cuando dicen que lo hacen sin darse cuenta; son los que husmean el reloj siempre retrasado; son los que siempre pierden en la ruleta rusa; son los que sueñan que los demás sean como tú; son los que te ven en todas partes y se sienten como tú porque son como tú, son los dignos de ti, mi ..."

En ese instante, el insecto volvió a mover su antena y esa noche se la pasaron conteniendo la respiración.

Ya en la mañana, uno de los sonámbulos - el del brazo extendido - se asomó por su ventana cerrada y la luz permitió que contemplara su reflejo. Vió su rostro arrugadísimo. Meditó. ¡Mierda!, dijo, y entonces lo comprendió todo.